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jueves, 31 de mayo de 2018

Los tardones.



Nunca llego tarde. Jamás. Mis detractores tienen que buscarse otro motivo para empezar a ponerme  verde de pies a cabeza. Nunca llego tarde. Podría contar con una mano las ocasiones en las que no he sido puntual. Aún así, me sobrarían dedos y seguro que todas están amparadas por algún traspiés relevante. (No es excusa modesta).
El hecho de llegar tarde me parece una falta de educación tremenda y normalizada, como tantas otras horribles que nos regala la rutina y los que lidian con ella.

El tiempo es ese vecino que algunas veces sube el volumen de la música mientras duermes, pero que otras tantas te abre la puerta cuando vienes del supermercado cargando con cuatro bolsas. Yo creo que de tanto tratar con humanos, él también hace uso de nuestras costumbres mundanas. En algunos casos sueltos, el tiempo puede ser una distancia muy larga en la que desfilan años como cuchillos. En otras, se disfraza de casualidad y sonreímos con su oportunidad en grado sumo. La teoría de la relatividad de Albert Einstein, tal cual. El tiempo depende del movimiento y de la velocidad. Como soy de letras, yo creo que depende sólo de pasión y actitud.

Pasamos demasiado tiempo mirando el reloj del vecino, aunque el propio sea de gama alta. Nos medimos con ese que decía antes, el que te pone rancheras a las cuatro de la tarde, pero que también saca las llaves antes que tú con buen corazón. Las comparaciones son odiosas, ¿lo sabes?  

A veces, pensamos que nos equivocamos más que la paloma de Alberti. Aquello de “Se equivocó la paloma, se equivocaba. Por ir al norte fue al sur, creyó que el trigo era agua. Se equivocaba. Que las estrellas rocío, que el calor la nevada. Se equivocaba”. Pobre paloma, pobres palomos en bucle. Esa pena absurda que sentimos ante un destiempo ajeno lo sufrimos porque lo creemos propio y afortunadamente en ocasiones lo es. Digo afortunadamente porque he empezado estas líneas diciendo que nunca llego tarde y ahora que no nos oye nadie, confieso que he llegado tarde alguna vez. Posiblemente a todas esas que han estado fuera de mi control.

Yo también he intentado llegar a tiempo a un primer beso, a un último abrazo. Yo también he querido recuperar ese tiempo que cuando lo tenía en las manos lo dejaba volar. Yo también he querido resucitar palabras que, ahora cruzadas con mis pasos, no tienen efecto sonoro. Yo también callé y pasó un ángel. A mí también me alegró un iris de color un día entero. Yo también paré el tiempo cuando me rozó la mano y se me fragmentó un futuro soñado por un mensaje de WhatsApp. Yo también siento que llego tarde a una vida cimentada entre nubes y algodones a las tres de la mañana. A mí también se me rompió el zapato de cristal. Y posiblemente, en un futuro no escrito se me escaparán mil trenes que hoy juraría no perder por lo más sagrado.
Llegamos tarde a algunos sueños, a algunas bocas… Pero nunca a un aprendizaje.

Lo confieso: soy tardona. Me has pillado aprendiéndome de memoria el reloj del vecino y quería justificarme. Ponme del color que más te guste. El verde que sale de las lenguas de los tardones siempre me gustó.

domingo, 27 de mayo de 2018

Un café literario con Javier Menéndez Flores.



Hace justo un año nos conocimos y por aquel entonces, Javier Menéndez Flores ya era uno de mis escritores admirados. En el presente también, aunque por su generosidad ya le concedo el título de amigo. De él venero su oficio, sus buenas formas al responder, su paciencia y su relación estrecha e indestructible con la objetividad. Su capacidad de contrastar no tiene límites. Hace unos días compartimos café en uno de los sitios más literarios de Madrid: el café Gijón. En ese lugar aún se respira a Federico García Lorca, a Gerardo Diego, a Benito Pérez Galdós, a Dalí… 


Los pulmones se llenan de sabiduría y si diriges la vista a cualquier rincón, tu propia imaginación desvaría al intentar trazar algún encuentro del pasado.




Si a Javier le preguntan por el destino, no cambia de conversación. Él cree sólo en un tipo de azar: en ese en el que uno mismo actúa. A sus cuarenta y nueve años, por su mirada noble, juraría que no le ha contado los pelos al demonio, pero  sí a todos y a cada uno de sus entrevistados.
Casi veinticinco años ejerciendo “el mejor oficio del mundo”, que diría Gabriel García Márquez, afirma que “La única manera de vencer a un folio en blanco es poniéndose a trabajar”.
En su pasado destacan biografías autorizadas. Dani Martín, Lolita Flores, Miguel Bosé, Roberto Iniesta (Extremoduro) y Joaquín Sabina (nuestro punto de unión). Todos se enfrentaron a sus preguntas. Entrevistar a Javier da respeto, yo no lo niego. Él siempre obtuvo respuestas hasta de las preguntas más agrias. Audaz hasta el extremo. Pero la suerte que nunca he dejado de buscar me ha premiado y hoy la luz de mi faro se ha convertido en cañón teatral directo a su persona.

Su presente dulce tiene dos títulos. Por un lado, “El hombre que no fui”, junto a Melchor Miralles. Novela sobre el caso Urquijo, posiblemente el crimen más mediático de la historia de la crónica negra española. Actualmente, novela finalista al Premio Rodolfo Walsh de la Semana Negra de Gijón, el cual se fallará en dicho Festival el próximo 13 de julio.


Por otro lado, la reedición de “Perdonen la tristeza” del maestro de Tirso de Molina (y del mundo). (La objetividad hoy se la dejo intacta a Javier). Él también comulga con Joaquín hasta los domingos por la tarde.







Casi veinte años después, una reedición revisada y actualizada (con más de doscientas páginas inéditas y tres pliegos de nuevas fotografías).




(A la derecha, foto de Jimena Coronado).


Su futuro: una novela anhelada guardada en el cajón que le está pidiendo su sitio.
Su tesoro oculto: una rama gruesa de poeta que aún no tenemos la fortuna de conocer.

En la mente de este ex atleta federado ya sólo corren las ideas que dan a luz a través de la tinta. Ideas que le han robado más de quinientas noches y que en la meta adquieren forma de libro.



Gracias, Javier. Gracias por trabajar con brújula, por ser honesto y por hacer feliz a esta joven aprendiz.



En este enlace puedes escuchar la entrevista y así verificar cada una de mis palabras.






Próximas firmas de Javier en la Feria del libro de Madrid:

-Sábado 26 de mayo (de 12:00 h a 14:00 h). Cúpula – Caseta 231.

-Viernes 8 de junio (de 19:00 h a 21:00 h). Junto a Melchor Miralles – Caseta de La Esfera de los libros. 
-Sábado 9 de junio (de 12:00 h a 14:00 h). Cúpula – Caseta 231.


(A la izquierda, foto de Margarita Bañón).





domingo, 20 de mayo de 2018

Con una mano.


Con una mano pasabas las hojas de los libros.
Con una mano también levantabas un dedo cuando decías algo de broma o recitabas el último verso de un poema.
Con una mano también te comías ese trozo de chocolate con leche, aun siendo fiel a tus principios con el negro.
Con una mano también agarrabas la mía y paseábamos, mientras creábamos ese universo infinito al que los mortales llaman libro de cuentos.
Con una mano me apartabas el pelo y con una mano firmabas con esa caligrafía única, parecida a ninguna, con la que piso todos los días el mundo.
Con una mano sujetabas el periódico y con una mano desfilabas por el pasillo de casa con tu taza de agua.
Con una mano te tapabas los ojos ante algún pensamiento espontáneo que te planteaba sin filtrar y tus carcajadas se encargaban solas de hacerme los coros.
Con una mano te colocabas la gorra a las seis de la mañana y ya me alumbrabas el día entero mucho antes que el sol. 

Nunca me lo quise imaginar, pero ahora con sólo una mano cuento tus años de ausencia. Son cinco, pero si le preguntas a este corazón que tanto te echa de menos, te diría que el número de dedos crece. A este loco contador le faltan manos. Le faltan besos.
Y, ¿qué hacemos? Abuelo, es que siempre fui de letras. Quiero contarte rutina, noticias, secretos... El número de astros que nos separan no me interesa. No me eches cuenta, ya sabes que nunca hago nada de lo que me obligan. 
No voy a contar. Y menos con una mano. O lo que es lo mismo:
Cinco lobos. Cinco huracanes. Cinco dedos. Cinco años.

Ahora te dedico estas palabras improvisadas con una mano, con la misma que nunca supo decirte adiós.
Con una mano beso tu foto antes de irme a dormir. Te pienso. Gracias por volverme poderosa. 
Ojalá no te estés perdiendo nada de todo lo que me pasa. 
Gracias por iluminarme en este baile de nostalgia.
Te lanzo un beso, mi estrella. Esta vez con las dos manos.


martes, 8 de mayo de 2018

Al ladrón novato.






Hace unos días, cruzando Lavapiés, me intentaron robar el móvil. “Pero siempre hay un niño que envejece en Madrid", me cantaba Joaquín y el sol se empezaba a esconder por los edificios de ese barrio castizo y diverso.
De pronto, un chico de unos treinta años, me tiró del pañuelo que llevaba al cuello y me metió la mano en el bolsillo izquierdo de mi gabardina. Lo viví todo en cámara lenta. A veces, el ser tan peliculera tiene sus ventajas: me sé tantos finales, que en ese momento me di el gustazo de cambiar el tópico de esa tarde. "Antes muerta, que sencilla" o desnuda sin móvil. (Más bien desnuda. Otro día hago una tesis del protagonismo que le otorgamos a ese aparato).

No te cuento mi hazaña para que puedas pensar que mi chulería se parece a la de Martínez de Castro. Su espontáneo “os jodéis” a los pensionistas se queda muy corto a todas las barbaridades que le regalé a ese novato ladrón. A mí no me robaron recuerdos, ni intimidades, afortunadamente. Y no pedí perdón, que conste. David tampoco lo hizo con Goliat. Estuve aguda y el coche de policía que se me cruzó, también.

Hoy tampoco voy a entrar en etiquetas de “Mujer sola con un IPhone cruzando tal plaza por donde circulan mil machos”. En el hashtag “cuéntalo” de Twitter, ya muchas releímos situaciones rutinarias que llaman a un baño de lejía. 

Hoy te lo cuento y lo revivo, porque todavía en 2018 hay seres que juzgan a otros seres por sus comportamientos. Me he cruzado a lo largo de mi vida con muchos ombligos que también se han cruzado con el mío. Ombligos doctores (que ya tiene la Iglesia), liendres (que de todo saben y de nada entienden). Con el tiempo que he invertido en conocer a ombligos, me he dado cuenta de que todos son redondos, pero los abiertos aún hacen menos ruido que los cerrados. Un ombligo nunca sabe cómo va a reaccionar en situaciones límites. Hay muchas formas de llorarle a un muerto, muchas. A un ombligo acusador le pierde la boca hablando en condicional, un ombligo dañado gana saliva en condición de mudo. El “¡Uy, lo que yo habría hecho…!” frente al “Pues no, no lo hice y, ¿tú qué sabes?”.

Yo nunca me hubiera imaginado reaccionar desde el estómago. (Digo el estómago, porque dicen que a todos aquellos que padecen dolores estomacales se les pone una mala leche…) Yo actué desde la ira, desde el grito oportuno, desde la fuerza física (que no tengo) para devolverme lo que es mío, desde la intuición que escucho, desde mi ombligo que salvo.

Querido ladrón: un beso en la frente. Guárdatelo, no te lo vayan a robar. Lo vas a necesitar más pronto que tarde. Tanto como la intuición, tanto como tu ombligo, tanto como tus recuerdos.