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lunes, 25 de junio de 2018

Espérame.



Aunque el sol me derrita, al dormir me tapo los pies con el nórdico. Un acto reflejo que mi círculo no termina de entender y por el que yo tampoco reclamo comprensión.
El verano me ha pillado asumiendo retos nuevos, despelucada y con demasiado café en las venas. Pero al menos me ha llegado. A muchos les sigue faltando… (No me hagas dar nombres que vengo en son de paz).

Volviendo al nórdico, al instinto. Me dan miedo los monstruos, pero no los definidos por Rosario Flores. Me acojonan los monstruos anónimos. Los que desde sus sombras lanzan flechas a las que no les ponen el nombre y ni los apellidos, como al babi o al Micho del colegio. ¡Cuánto le debemos a ese Micho que ahora tiene cara de reliquia! (No sé en qué momento nos vamos a decidir por llamar también reliquia al sistema y por hacerle una jaula de su tamaño).

Tú sabes, tan bien como yo, que al miedo hay que taparle los ojos. O volverle la espalda como a ese vecino cotilla, siempre al pie de tus noticias. Pero no en todos los casos somos capaces de ajustar la venda hasta la nariz, o dibujarnos espaldas de piragüista.

Hoy tenía pensado publicar una entrada de recuerdos veraniegos, pero me he tropezado con un monstruo: mi disco duro ha dejado de respirar. Me he quedado compuesta y sin recuerdos. Ahora no sé lidiar con las dieciocho copias que debería de haber repartido por dispositivos en los tres años madrileños. Compuesta y sin pasado. Resumiendo: tenía que salir a escena y aquí estoy. La rabia me ha dejado sin voz. A un maestro también le pasó y se fue a descansar, a meter los pies bajo el nórdico.

Besos en la frente a la incomprensión ajena. Cerrado por vacaciones. Sólo es un corto reseteo de pies a cabeza. Como todos los días doy pasos que no calculo, volveré cuando menos me lo espere. 

Apago el faro. Cambio la luz y en el próximo saludo bien descansado, espero encontrarme con tus brazos abiertos.

Gracias por dejarme el alma llena de visitas. Me generas un agradecimiento continuo.

Dejo el telón entreabierto. 

Espérame.

Ana. 


martes, 19 de junio de 2018

Gracias por estar aquí, Miguel.



Él llegó a mi vida casi sin anunciarse, como su “Santa Lucía”. Nos presentaron en la sala Galileo Galilei y por un destino acertado coincidimos días después en la presentación de un libro. Volver es una forma de llegar y volver a encontrarme con Miguel fue llegar a uno de esos regalos que brillan, mientras yo caminaba despistada mirando al infinito. Él formó parte de ese pequeño grupo reducido de personas a las que les confesé la remota existencia de este blog y quiso participar. Entre muchas ideas postergadas, por fin encontramos ese momento exacto. Dicen por ahí que todo lo que tiene que encajar, aunque se haga de rogar, al final siempre llega a todo pulmón. Ayer me invitó al ensayo general de su gira, la que pronto vamos a tener  la fortuna de disfrutar.





En el presente, Miguel se encuentra inmerso en su último trabajo musical “Symphonic Ríos”. CD más DVD. Una simbiosis perfecta que hace soñar hasta al más testarudo musicalmente hablando.









El blues es un estado mental y admirar a Miguel es uno de los secretos de la felicidad eterna para cumplir con dignidad los cien años. Él no tiene trampa ni cartón. Tras ocho años de silencio, ahora vuelve a vivir en la carretera sonando mejor que nunca. Vistiendo de domingo a la clave de sol. Atraviesa directo al corazón con su voz, inevitablemente. Tanto como a Boabdil el Chico le atraviesa la garganta el viento del sur.








A sus 74 años, no grita los secretos de su pacto con el diablo, pero sí los sueños vivos que colecciona. Los grita tan fuerte como cuando trabajaba en su Granada vendiendo discos, como cuando ese Mike Ríos aún no sabía los pasos grandes que iban a dar sus pies. ¡Qué maravilla el volverlo a ver empezando a vivir de continuo!

Aún recuerda Granada en la bruma de su niñez, sus raíces lo esperan siempre ahí con los brazos abiertos, pero se bajó en Atocha como su amigo Joaquín y Madrid le quiso. “Cuando las cartas salen malas y van los dioses a lo suyo” (que le escribió su amigo) Miguel con su himno nos resucita a todos, le pone calcetines limpios a la alegría y los hombres vuelven a ser hermanos.


La nostalgia que no tiene, tampoco le impide avanzar. Él afirma que estamos empecinados en vivir una vida esquizofrénica, pero obtiene su remanso de paz gracias al deporte que practica durante sus pocos ratos libres. Deporte físico, ya que el ejercicio de memoria lo hizo y lo disfrazó de literatura. En “Cosas que siempre quise contarte” nos relató en voz alta la faceta privada de su vida, aunque este hecho nunca fue una de sus prioridades esenciales.

Su timbre de voz está intacto y continúa caminando con pasos firmes gracias a esa sabiduría engendrada a base de tomos de historias ya sumadas en sus retinas.




Bienvenido a La luz de mi faro, hijo del rock and roll. Los viejos rockeros nunca mueren. Haznos felices con lo más simple: con tu existencia, Miguel. Haznos soñar no sólo las noches de verano, sino todas las que quieran venir. Yo recordaré este día de ensayo como un río de luz que me agrandó los pulmones.  
Gracias por todo el amor que no sólo le das a “Popotitos”. Gracias por tu humanidad, gentileza, tablas, risas y generosidad. Por desalojar a los fantasmas cotidianos, por tener un solo corazón. 

Gracias por estar aquí, Miguel.



En este enlace puedes escuchar el audio de la entrevista a Miguel:


miércoles, 13 de junio de 2018

Pestañas subidas.




El sol de junio pide permiso para trabajar. Las pantallas dirigen pasos y ya pocos platos se cocinan al baño María. Algunas noches se hacen más largas que otras y el nervio lleva la batuta de las emociones. La paz mental es la única guerra necesaria que hay que ganar, digerir una injusticia da sabiduría y ante la jauría que salva a Barrabás yo al menos no me lavo las manos como Pilatos.

Ante la evidencia, paciencia. Quizás por eso nunca te llené de preguntas: por no recibir respuestas vacías. Me recorto y pego a un destino en el que nunca me faltan las ganas de subirme las pestañas.
Ahí afuera, se pasean muchas personas con historias inacabadas en las que cosen sueños y los van arrastrando. Como una cadena de latas vacías en el coche de los novios. Atrezo hortera. Ruido escandaloso. Certezas que ponen kilos a base de dudas. Nombres propios que llenan sus horas y, casualmente, nunca sus vacíos.
Me recorto y pego a un destino con ganas de coleccionar siestas que rimen con fiestas, en el que tú ya conoces lo que hay al otro lado del miedo. En ese destino las luces tienen muchos interruptores y ahí tú seleccionas el color exacto de las zapatillas que te esperan en casa con complementos directos en corazón.

Un pájaro bien agarrado no le hace sombra a los cientos volando. Mi ave fénix es un abuelo adorable aliado al verbo resucitar que cuenta heridas de guerra. Él tuyo nunca ardió, tampoco regeneró piel y ni llevó la cuenta de sus plumas.

París se quedó sin torre Eiffel, el país sin un digno representante de la cultura  y a mí de tu cara se me clavó la cruz.
Ando descalza con las pestañas subidas. Eres lo que crees que nunca serás. Eres todos los lugares que sueñas y hasta los que arrastras con ruido enlatado.
Voy a pedirle permiso al sol. Cuando trabaje, que me atraviese y me temple. 

jueves, 7 de junio de 2018

Es por tu bien.




Hoy no hablo del amor. De ningún tipo de amor. Hoy me he puesto a contar el manojo de huellas que he seguido durante los años que llevo en esto de respirar, mientras piso mundo. Me ha salido un número muy alto. He crecido sin cuestionarlas. Ellas son las impuestas, las que ya se me han caído como los dientes de leche. Hace tiempo que me retiré de esa persecución. Quizás abrí los ojos o simplemente fue sólo cansancio de repetir las mismas acciones.
Desde niños nos programan para que ese manojo de huellas tenga forma de otro manojo: de llaves. “Te vas a caer”, “eres la más guapa”, “eso no puedes hacerlo así”, “no sabes nada”, “tienes que adelgazar”, “por ahí no”, etc. Yo creo que sabes muy bien a lo que me refiero. A las huellas que no abren puertas.
Esas huellas nos crían, en muchos casos nos sacan los ojos como cuervos y son capaces de llevarnos a cualquier orilla. Pero una vez que nuestros pies rozan el frío del mar y nos quedamos solos, únicamente nos queda agarrar la esencia, ese propio aprendizaje que cada uno lleva adentro para no caer de boca, para bailar al son de la marea.
Indiscutiblemente, las primeras huellas que nos dirigen como perros lazarillos desde el comienzo de los tiempos y “por nuestro bien” son las de nuestros padres y abuelos.

Trabajando en el teatro hace unos días, una mujer se me acercó con su hija de unos cinco años en el carrito. Una chiquilla monísima que rápidamente se ganó mis carantoñas. Su sonrisa inundó el lugar de inocencia en apenas unos minutos. (Y ahora viene el quid de la cuestión). La madre de la cría me apartó porque tenía una preocupación interna: que su hija no diferenciara bien a los miembros del grupo de niños que estaban a punto de actuar. (He de decir que la niña se sabía las letras de las canciones como los días de la semana). Y me dice la señora: “Es que como la niña no es normal…”. (Por cierto, era síndrome de Down).  Me acuerdo que en ese momento disimulé todo lo mejor que supe la mala leche que se me leía en los ojos. La miré a ella y su hija como si yo estuviera sentada presenciando un partido de tenis.  Me contuve por educación un “La que no es normal es usted”, pero le zampé rápidamente un “Pues yo la veo muy normal, señora”. La sonrisa nerviosa que se pegó a la cara de esa madre le duró diez minutos. “Bueno, ya… Tú sabes”, me añadió tocándose el pelo. “¿Cómo que yo sé, señora?”, pensé. En ese momento me acordé de las limitaciones.

He empezado estas líneas diciendo que no voy a hablar de ningún tipo de amor. Seguramente esa madre querrá a su pequeña más que a su propia vida, pero ya la está limitando desde sus primeros cinco años de vida. Años de eterno aprendizaje en los que sólo vemos la verdad en las huellas que seguimos. Esas huellas crean limitaciones y esas limitaciones traen consecuencias monstruosas en algunos casos. A mayor número de años, menos autoestima brilla en el cuerpo. A mayor altura, menos oxígeno. A mayor voltaje, menos corriente.
En el 98% de los casos me atrevería a decir que esos dardos los lanzan inconscientemente las personas que más nos quieren. Son piedras de un río, que cuando desemboca al mar se siguen pegando al fondo a pesar de la cantidad de agua. Creces y crees que se dispersan, pero no en todos los casos.

Caer del cielo y saborear la guerra es necesario para llegar a ser la persona que quieres ser. Vivir caído o caída de un guindo es opcional y respetable (cosa que no comparto). Los que viven y actúan sin nada que perder, esquivando dardos, ganan. Y como soy optimista, los que viven perdiendo al final siempre ganan algún camino, aunque sea el de “nunca seré tal”. He de añadir que yo ahora me veo en fotos pasadas muchos “no puedo” que me robaron más noches de sueño de las necesarias. Digo necesarias, porque cuando me dejo llevar por alguna huella ya sudada que estuvo fuera de lugar y “por mi bien”, cojo fuerzas mirando la pared de triunfos propios.
El mal de muchos de los que se limitan es consuelo de algunos, sin duda. Y esos algunos, que cada vez son menos, saben que un sueño no se amuralla. A un sueño nadie puede dibujarle el contorno .

La importancia de seleccionar limitaciones. La importancia de clasificar huellas. Por tu bien.