No digas
que me conoces. Di que lo hiciste alguna vez, pero ya no. He utilizado tantos días en mis pulmones para
hacerte invisible, como oxígeno en ellos. Eres un cero que no supo mantenerse
ni tan siquiera a la izquierda de mi tiempo. En ninguna parte estás. Ni cuando
llueve.
¿Sabes? Otro lugar me quiso, me deslumbraron sus rincones y hasta disfruté
leyendo sus carteles. Ya no pago tu peaje. Me vacuné ante tus noches bipolares. A ellas
antes les nacían estrellas… Sí. Durante demasiados días tus palabras viajaban en
mis ojeras. Yo las llamaba signos de amor y hasta me ilusionaba disfrazarlas
con corrector. Pero un día, mis pensamientos y sentimientos firmaron la paz en
defensa propia y ya no se pelean por tus
guerras improvisadas. Te oculté. Tú en
ninguna de mis partes.
Ya no te
pareces al santo que veneraba. Poca madera te queda…
Ahora vas dando tumbos en los huesos,
reflejándote en anhelos, creyéndote la película de vivir lo que te toca. Corazón
muerto de imposición propia, de comodidad inerte, de rotos terroríficos. Si
ahora recuerdas el número exacto de besos que me creí y los cuentas para poder dormir, a mí el
olvido ya me removió como un huracán y hasta mis ovejas, que son blancas puras,
aprendieron a contarse solas.
No digas
que me conoces. Di que lo intentaste y yo me dejé sorprender. Ahora no sabes
cuánto oxígeno caben en mis pulmones, ni la cantidad de casualidades que me
conducen diariamente a una sonrisa, ni si elijo un negro básico cuando dudo frente
al armario. Fíjate, ya no tengo miedo a equivocarme y ni lo sospechas. Ya no
eres futuro soñado, ni lucha, ni noche de verano, ni caballos galopando en el
estómago, ni complemento directo que concreta todos mis verbos.
No, no me
conoces. Ya no. No tienes ese gusto. Eres una desilusión que, a veces, me produce
risa. El charco con el que tantas veces pretendí llenarme la piscina a la que
ya no me tiro. Un papel mojado.
No te cabe
amor en un cuerpo físico. Ni lo sentiste, ni lo padezco.
El fantasma
de la sonrisa muerta.
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