Las
medallas que uno se cuelga son silenciosas. Las que te cuelgan los demás, no me
las creo. En resumen: me dan una pereza extrema.
¿Por qué se
habla tanto de ellas? Eso es un misterio para rellenar contenidos de diez
temporadas de Iker Jiménez. Son paranormales, de chiste, como aquel que soltó
hace unos días una tal Tejerina de un niño andaluz de diez años que sabe lo
mismo que uno de ocho de Castilla y León. Aún le estoy intentando encontrar el
sentido del humor a esa señora… He tardado en mencionarla porque yo también fui
niña andaluza y los años de retraso “hacen mella”.
Cada vez
que las personas juzgan, ofenden y ponen medallas, aunque sea de manera irónica,
creo que en el fondo nunca pretenden opinar, sólo desean llevar la razón. Creer
que se tiene la verdad absoluta me parece un comportamiento cromañón tan peligrosamente
establecido en este lugar llamado mundo… Y es que al fin al cabo tampoco hemos
avanzado tanto. Seguro que algunos y algunas aún encienden el fuego con dos piedras en sus casas y no presumen de su hazaña para que otros no les asignen la tarea de influencer, tan en el candelero a estas horas.
La ignorancia es atrevida y la falta de referentes hace que el colgar medallas
sea un acto reflejo como el pestañear. A ver quién le dice ahora a los
cromañones primitivos que mataban animales para sobrevivir que el futuro era
esto y que seguimos haciendo lo mismo, pero vamos de modernitos que levantan el
vuelo con tecnología.
Yo no he
venido hoy aquí a este pequeño rincón para contar las medallas que me cuelgo.
Ya te he dicho antes que son silenciosas y además tampoco son tantas. No es
modestia. Las hay que me agradan, otras me pesan y cuanto más me han colocado
los demás, más celosa me he vuelto de mi vida privada. Hace muchos años, tantos
que parece antes de ayer, cuando yo empezaba en la televisión me colocaron la
medalla de “mona y nieta de Florencio”. He de añadir que yo vengo de pueblo
tanto para lo bueno, como para lo menos bueno. En esa época, me creció el ruido
de una opinión que nunca entendió mi juventud y mis tareas novatas en la jungla. A mí,
como consecuencia, me nació el derecho a equivocarme. Nadie supo las lágrimas
que algunas veces me atravesaron los ojos. Ahora una ya le ha dado de comer a
su criterio propio y lleva media jungla
atravesada como se propuso, por ello en mi biografía de redes sociales me
presento como nieta de Florencio y el “mona” ya me lo dicen en casa. Antes de
que me ensucien la medalla, ya me la pongo yo bien limpia como buena afortunada
desde la cuna.
Para sobrevivir
a ellas se necesitan más de cinco sentidos y dejar que las uñas se conviertan
en garras. Creo que si te lo propones de manera interna, lo mismo que de la
cárcel actualmente se sale fácilmente y con estudios a tu elección, también se
sale de esas distinciones impuestas. Porque de una medalla no se come toda la
vida. He visto a tanta gente válida, grande y hundida en ocasiones por creerse este tipo
de insignias, me he llevado tantas veces las manos a la cabeza… Que hoy por ese
motivo, he decidido dedicarle unas líneas. Hay quien las llama perlas, pero
como muchas de estas se quedan en cuerpos de moluscos y pocas se terminan
convirtiendo en piedras preciosas, he decidido llamarlas medallas, que tienen
mayor visibilidad.
Ya me
despido. Mi madre cada semana me frena. Como dice Karmelo Iribarren: “Al
principio quieres cambiar el mundo y al final te conformas con dejar el tabaco.
No hay más. Así de cómico y así de trágico”. Yo de momento me conformo con
quitármelas todas para escribir porque, si se me enrollan en el cuello, pueden
cortarme la respiración. Y no es plan, que el camino es largo, la jungla
extensa y los acantilados repentinos. Y una medalla, aunque sea de oro, no deja
de ser un objeto inerte. Para valor, la vida… La que cada uno quiera llevar.
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