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martes, 16 de octubre de 2018

El arte de desertar, pura elegancia.



Dice la religión con la que comulgo por muchos motivos que no vienen a cuento que “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Y no debes. No vuelvas. Hazte el sueco. Cuenta hasta tres como una gallina ciega. Échale la culpa a tu despiste o a tu memoria, la que ya “no se acuerda” de reconstruir.
¿Has calculado las horas perdidas que tiene un simple ir y venir? Contestate, pero seguro que no porque son muchas. Ahora no te pongas a contar… No hay tiempo. Un despiste acertado te lleva al fin del mundo, a las puertas del paraíso y también tiene función antiinflamatoria.

La palabra desierto proviene del latín y de ella deriva desertar. Aparte de sus elementos léxicos, a mí me gusta pensar que las dos se crearon para acompañar a la valentía. Tanto para abandonar las guerras que nos imponemos, como para divisar el oasis sin olvidar el motivo de la sed, se necesita valentía.
He de reconocer que cuando creo pasar desapercibida, soy una desertora que no espera autorización para decir adiós. Abandono ejércitos que han luchado en batallas que dejé de sentir como mías. Corto de raíz y automáticamente me cierro la puerta de madera dura, fluyo y el tiempo me convalida tres ventanas por las que entran brisas de un cambio que ansiosamente esperaba. A ese suspiro que me regala el aire, coloquialmente se le conoce como paz.
Todo cambia y se altera. Hasta el color de las nubes metamorfosea y el largo de uñas actual, mañana se vuelve más prolongado. Pero de repente, llega ese día en el que sales de la ducha con las uñas blanditas como plastilina y con un “se acabó” a lo María Jiménez  aprietas el cortaúñas sin remordimientos. Porque estás vivo, estás viva y no quieres volver. La inmutabilidad representa a la muerte, pero con más letras y más tiempo para pronunciarla.

Soy desertora y a pesar de mi corta experiencia en el currículum, en mi techo proyecté estrellas que hasta entonces nunca habían salido porque jamás me encargué de lanzarles luz propia en plano contrapicado desde el foso.
¿Sabes? Nadie nace con el don de desertar a la perfección ni en el amor, ni el trabajo, ni en los pensamientos propios. Desertar con arte y sigilo es un don, como el pintar hasta en una servilleta de Casa Pepe, mientras Pepe trae la cuenta.
¿A cuántos y cuántas os nacieron tres hijos guapos imaginarios con alguien que ahora no ocupa ninguno de los primeros puestos en WhatsApp, ni en llamadas recientes? ¿Cuántos y cuántas os sentisteis imprescindibles en un trabajo en el que ahora no dais los buenos días? ¿Cuántos y cuántas acudisteis  al médico por alguna dolencia pequeña porque el otro día se murió de repente el primo de la vecina del quinto y por menos se muere la gente? El poder del para siempre en enamorados, en  trabajadores que aman su trabajo y en hipocondríacos silenciosos. Damos por hecho sin descartar, sin ni siquiera pararnos a pensar lo cómoda que puede llegar a ser la silla del rincón de pensar. 
Los “para siempres” están sobrevalorados. Sí que existen, pero creo que uno de los principales problemas de esta sociedad es utilizarlos en vano y desertar poco de ellos. Quizás por el rollo del consumismo, quizás porque queda bonito en redes sociales ante esa intensidad interna que espera su minuto de gloria… ¡Qué sé yo! Esa respuesta no me la dieron en el colegio. 

El otro día leí en prensa que el olor a anciano/a aparece en un cuerpo humano a partir de los treinta años (a mí después de varios “señora” de bocas ajenas, ya me queda menos. Pero lo camuflaré). Creo que de igual manera que ese olor se apodera de nuestros cuerpos, el saber desertar a la perfección actúa de la misma manera.
El tiempo impone el “yo” por delante. No me refiero al ego al que muchos se agarran sin admitirlo como esa mucosidad al pecho en los días de resfriado, me refiero al “yo” necesario traducido a un amor propio básico. El amor que deserta a lo inservible y que cuando lo miras de frente no te lleva a ningún desierto. El arte de desertar, pura elegancia. 
Hoy quería dedicarle unas palabras a ese amor básico por el que nunca pasan Navidades. Amor humilde, auténtico y a veces olvidadizo. Ese que entra en el cupo de “para siempres”. Amor de ir y venir al que instintivamente hay que volver. Ya termino: porque es en ese lugar donde no sé si hemos sido, pero sí sé a ciencia cierta que aún estamos a tiempo de ser felices. 



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