El gran
Paco Gandía contaba chistes verídicos con mucha gracia y con un alma muy transparente. Mis historias son como sus chistes, pero sólo me hacen gracia
cuando pasa el tiempo, les añado drama, movimiento de manos y las cuento. En
esos momentos sí que acabo riéndome de todos los enanos que me crecen antes de
montar el circo. El alma no sé cómo la tengo, me la miro y te contesto otro día.
Hace muchos
años, iba una vez en el coche con mi madre y le pregunté:
-Mamá, si tuvieras que elegir una palabra por
su sonido, sin pararte a pensar su significado, ¿Con cuál te quedarías? -(Sí,
siempre fui un poco Mafalda).
-Pirámide.- Me dijo y sin dudarlo. Ella duda muy pocas veces.
De mi
respuesta sí que me acuerdo.Yo la tenía tan clara, que le contesté con la
radio de fondo:
-Burbuja. -No sé si porque soy Piscis o porque me encanta crearme la mía
propia.
A mí me
alucina como suena...
BUR- BU- JA.
Si la dices rápidamente con acento andaluz
suena mejor. Para mis oídos siempre fue bonita, hasta que la conocí en Madrid y
se unió a otra palabra más larga: inmobiliaria. Desapareció el atractivo.
Burbuja inmobiliaria, ¡Qué Dios nos pille confesados! Pelos como escarpias. El
hambre con las ganas de comer. ¡Qué viene el coco!, ¡Temblad, insensatos e
insensatas!
Ahora que
ha pasado tiempo y que ya tengo un bonito techo, ahora os voy a contar una
anécdota que viví hace muy poco. Si Paco viviera me la pediría para contarla, no lo dudo. Yo se la cedería encantada, que conste.
Resulta
que, por circunstancias que no me apetecen describir, tuve que mudarme de casa
en menos de un estornudo. Sin perro, sin gato, pero con muchos libros. Gajes
del oficio. Yo no era principiante en este deporte de riesgo, ya había buscado
casa más veces en Madrid. Ahora resido en mi cuarto caparazón.
Siempre he
vivido en el centro por muchos motivos que son míos y en mi mente no entraba
otra opción. Una buena tarde de calvario, vi un anuncio en una página de
Internet en la que si juntas foto y casa
aciertas el nombre y te llevas un sofocón de premio. Esa tarde, aunque te
parezca raro, aún no llovía y llamé a mi mejor amigo para que me acompañara. (Lo
tienes de testigo por si te llevas las dos manos a la cabeza). Piso en avenida
de Barcelona, justo enfrente de la Real Basílica de Nuestra Señora de Atocha. La desesperación de no querer
vivir temporalmente debajo de cualquiera de los puentes que cruzan el Manzanares me llevó a buscar
habitaciones. Cuando llegamos al piso y pregunté por la habitación me señalaron
la terraza. Sí, la terraza. Yo pensé que era una broma. ¿Te acuerdas de Manolito Gafotas? Al menos él dormía
con su abuelo… Pues 250 euros, más gastos.
Cuando comenté lo sucedido, allegados y
allegadas me compartieron experiencias parecidas: estudios en los que si no
quieres quedarte sin cabeza tienes que andar a gatas, cuartos sin ventanas o
con ventanas a la cocina (para ventilar cuando cocinas pescado, por ejemplo) y
muchas más barbaridades…Demasiadas ya.
Y me
pregunto, ¿hasta cuándo vamos a tolerar barbaridades? Los deseos de cambiar el mundo
pueden ser transparentes, pero a mí me dan miedo todos los que se atreven en
voz alta a prometer esos deseos. Horror de golpes de pecho. Con manos sucias no
se toca el alimento del alma. La libertad se queda sin oxígeno y la transparencia
es un traje de pinchos que nadie quiere lucir. Los reales deseos de cambiar el
mundo vendrían como anillos en los dedos a más de un rajá. (Llámese rajá al
tontito del carguito que nadie se atreve a analizar y mucho menos a
discutir la propia atmósfera de mierda
acumulada que arrastra. Bueno discutir sí, pero sólo en los bares. Aún no nos
han quitado los veinte euros para cerveza).
Cuando no
sé qué me pasa, en realidad son muchas las cosas que me pasan. Llevo días sin
poder escribir lo que realmente quiero transmitir. No he tenido tiempo de
ordenarme y cuando me lo he propuesto, mi cabeza ha luchado contra esa boca prestada que
siempre me creo que tengo. Mis ganas se hermanaban al silencio y, sin remedio, terminaba con un
dolor de garganta que nada lo mitigaba. Tengo matrícula de honor en somatizar. Cada parte del cuerpo que me
duele te la puedo complementar con hechos verídicos, como los chistes de Paco.
¿Sabes qué
me pasa?
Me pasa que
la juventud quiere firmarle un contrato a lo que sueña, y no hago excepciones cuando me
hablan de delincuentes que deban ser reinsertados en la sociedad. Me pasa que hace dos domingos, yendo en metro, un amigo me escribía por WhatsApp “han
encontrado el cuerpo del niño” y se me escapó una lágrima que nunca tuvo
necesidad de salir. La infancia es el período de vida más importante, hay que
dejarla crecer y nadie puede jugar a
matarla. Me pasa que si no te conozco, no me importan tus gustos y me molesta
tu “guapa” mientras paseo por la calle. También me pasa que sólo quiero que se
me encoja el alma de emoción con un buen
libro, o en un concierto y no por ver una cifra demasiado alta de abuelos y abuelas reclamando resúmenes de vidas y descansos merecidos que arrebatan. Me pasa que las malas noticias se imponen y se defienden en
barricadas.
Me pasa que
una se aferra a esos deseos bonachones de cambios tan básicos…
Pero, ¿qué
espero de una sociedad que no sabe decir te quiero y aún menos verificarlo con
hechos?
Ahora en el
coche ya no le diría a mi madre la palabra burbuja. Le diría transparencia.
Besos en la
frente, Mariano.
Ojalá
estuvieras aquí, Paco. Tu humor nos traspasaba y nos permitía ver el mundo a través de
su masa pesada.
Ana.