Nunca llego
tarde. Jamás. Mis detractores tienen que
buscarse otro motivo para empezar a ponerme
verde de pies a cabeza. Nunca llego tarde. Podría contar con una mano
las ocasiones en las que no he sido puntual. Aún así, me sobrarían dedos y seguro
que todas están amparadas por algún traspiés relevante. (No es excusa modesta).
El hecho de
llegar tarde me parece una falta de educación tremenda y normalizada, como
tantas otras horribles que nos regala la rutina y los que lidian con ella.
El tiempo es
ese vecino que algunas veces sube el volumen de la música mientras duermes,
pero que otras tantas te abre la puerta cuando vienes del supermercado cargando
con cuatro bolsas. Yo creo que de tanto tratar con humanos, él también hace uso de nuestras costumbres
mundanas. En algunos casos sueltos, el
tiempo puede ser una distancia muy larga en la que desfilan años como cuchillos.
En otras, se disfraza de casualidad y sonreímos con su oportunidad en grado
sumo. La teoría de la relatividad de Albert Einstein, tal cual. El tiempo
depende del movimiento y de la velocidad. Como soy de letras, yo creo que
depende sólo de pasión y actitud.
Pasamos
demasiado tiempo mirando el reloj del vecino, aunque el propio sea de gama
alta. Nos medimos con ese que decía antes, el que te pone rancheras a las
cuatro de la tarde, pero que también saca las llaves antes que tú con buen
corazón. Las
comparaciones son odiosas, ¿lo sabes?
A veces,
pensamos que nos equivocamos más que la paloma de Alberti. Aquello de “Se
equivocó la paloma, se equivocaba. Por ir al norte fue al sur, creyó que el
trigo era agua. Se equivocaba. Que las estrellas rocío, que el calor la nevada.
Se equivocaba”. Pobre paloma, pobres palomos en bucle. Esa pena absurda que sentimos
ante un destiempo ajeno lo sufrimos porque lo creemos propio y afortunadamente en
ocasiones lo es. Digo afortunadamente porque he empezado estas líneas diciendo
que nunca llego tarde y ahora que no nos oye nadie, confieso que he llegado
tarde alguna vez. Posiblemente a todas esas que han estado fuera de mi
control.
Yo también he intentado llegar a tiempo a un
primer beso, a un último abrazo. Yo también he querido recuperar ese tiempo que
cuando lo tenía en las manos lo dejaba volar. Yo también he querido resucitar
palabras que, ahora cruzadas con mis pasos, no tienen efecto sonoro. Yo también
callé y pasó un ángel. A mí también me alegró un iris de color un día entero.
Yo también paré el tiempo cuando me rozó la mano y se me fragmentó un futuro
soñado por un mensaje de WhatsApp. Yo también siento que llego tarde a una vida
cimentada entre nubes y algodones a las tres de la mañana. A mí también se me
rompió el zapato de cristal. Y posiblemente, en un futuro no escrito se me
escaparán mil trenes que hoy juraría no perder por lo más sagrado.
Llegamos
tarde a algunos sueños, a algunas bocas… Pero nunca a un aprendizaje.
Lo confieso:
soy tardona. Me has pillado aprendiéndome de memoria el reloj del vecino y
quería justificarme. Ponme del color que más te guste. El verde que sale de las
lenguas de los tardones siempre me
gustó.
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