Aunque el
sol me derrita, al dormir me tapo los pies con el nórdico. Un acto reflejo que
mi círculo no termina de entender y por el que yo tampoco reclamo comprensión.
El verano
me ha pillado asumiendo retos nuevos, despelucada y con demasiado café en las venas.
Pero al menos me ha llegado. A muchos les sigue faltando… (No me hagas dar
nombres que vengo en son de paz).
Volviendo
al nórdico, al instinto. Me dan miedo los monstruos, pero no los definidos por
Rosario Flores. Me acojonan los monstruos anónimos. Los que desde sus sombras lanzan flechas a las que no les ponen el nombre y ni los apellidos, como al babi o
al Micho del colegio. ¡Cuánto le debemos a ese Micho que ahora tiene cara de
reliquia! (No sé en qué momento nos vamos a decidir por llamar también reliquia
al sistema y por hacerle una jaula de su tamaño).
Tú sabes,
tan bien como yo, que al miedo hay que taparle los ojos. O volverle la
espalda como a ese vecino cotilla,
siempre al pie de tus noticias. Pero no en todos los casos somos capaces de
ajustar la venda hasta la nariz, o dibujarnos espaldas de piragüista.
Hoy tenía
pensado publicar una entrada de recuerdos veraniegos, pero me he tropezado con
un monstruo: mi disco duro ha dejado de respirar. Me he quedado compuesta y sin
recuerdos. Ahora no sé lidiar con las dieciocho copias que debería de haber
repartido por dispositivos en los tres
años madrileños. Compuesta y sin pasado. Resumiendo: tenía que salir a escena y
aquí estoy. La rabia me ha dejado sin voz. A un maestro también le pasó y se
fue a descansar, a meter los pies bajo el nórdico.
Besos en la
frente a la incomprensión ajena. Cerrado por vacaciones. Sólo es un corto
reseteo de pies a cabeza. Como todos los días doy pasos que no calculo, volveré
cuando menos me lo espere.
Apago el faro. Cambio la luz y en el próximo saludo
bien descansado, espero encontrarme con tus brazos abiertos.
Gracias por
dejarme el alma llena de visitas. Me generas un agradecimiento continuo.
Dejo el
telón entreabierto.
Espérame.
Ana.
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