El sol de
junio pide permiso para trabajar. Las pantallas dirigen pasos y ya pocos platos
se cocinan al baño María. Algunas noches se hacen más largas que otras y el
nervio lleva la batuta de las emociones. La paz mental es la única guerra necesaria
que hay que ganar, digerir una injusticia da sabiduría y ante la jauría que
salva a Barrabás yo al menos no me lavo las manos como Pilatos.
Ante la
evidencia, paciencia. Quizás por eso nunca te llené de preguntas: por no
recibir respuestas vacías. Me recorto y pego a un destino en el que nunca me
faltan las ganas de subirme las pestañas.
Ahí afuera,
se pasean muchas personas con historias inacabadas en las que cosen sueños y
los van arrastrando. Como una cadena de latas vacías en el coche de los novios.
Atrezo hortera. Ruido escandaloso. Certezas que ponen kilos a base de dudas. Nombres
propios que llenan sus horas y, casualmente, nunca sus vacíos.
Me recorto
y pego a un destino con ganas de coleccionar siestas que rimen con fiestas, en
el que tú ya conoces lo que hay al otro lado del miedo. En ese destino las
luces tienen muchos interruptores y ahí tú seleccionas el color exacto de las
zapatillas que te esperan en casa con complementos directos en corazón.
Un pájaro
bien agarrado no le hace sombra a los cientos volando. Mi ave fénix es un
abuelo adorable aliado al verbo resucitar que cuenta heridas de guerra. Él tuyo nunca
ardió, tampoco regeneró piel y ni llevó la cuenta de sus plumas.
París se
quedó sin torre Eiffel, el país sin un digno representante de la cultura y a mí de tu cara se me clavó la cruz.
Ando
descalza con las pestañas subidas. Eres lo que crees que nunca serás. Eres
todos los lugares que sueñas y hasta los que arrastras con ruido enlatado.
Voy a
pedirle permiso al sol. Cuando trabaje, que me atraviese y me temple.
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