Son la una y dieciocho de la madrugada y como tengo la excitación de las primeras veces, no puedo dormir. Y como no puedo dormir, escribo.
Algunos piensan que solo son los niños los que tienen el
poder de descubrir lo que ocurre en el mundo por primera vez y yo creo que en
general los humanos nunca dejamos de ser “Colones” con América. Siempre se posa
ante nuestros ojos algo que no hemos visto o hecho nunca. Creo que de no ser
así, la vida sería aburridísima.
Hoy ha nevado en Madrid como no se recuerda en cincuenta
años y como soy joven, evidentemente no lo había vivido antes. A mí la nieve
nunca me gustó. Siempre la sentí incómoda, como esa arena de la playa que se te
cuela dentro del bañador. Me sirve para estampas dignas de enmarcar y poco más.
Hablando así parece que cuento con la experiencia de ser islandesa de
nacimiento, pero no es el caso. Soy de la tierra del sol que calienta, por eso
quizás me creo incompatible al frío de esos copos blancos que caen en una danza
sin rumbo cubriéndolo todo.
De pequeña me imaginaba la nieve como esa harina que cubre
los boquerones justo antes de flotar en el aceite hirviendo de la sartén. Y
cuando fui adulta, la conocí en la sierra de Córdoba. Este hecho no lo
destacaría en mi currículum. Me pasó sin pena ni gloria, sin méritos, como
tantas cosas a las que no les presto atención.
Hoy he tenido que convivir con ella sin esperarlo, como la gran
mayoría de madrileños. He visto a la gente motivadísima improvisando hasta
trineos. Y yo he guardado las distancias como la Puerta de Alcalá con los
coches. La he tocado para no parecer un bicho raro, la he subido a Instagram
con un filtrito para que me resultara tan atractiva como a mis seguidores. Me
he sorprendido al ver mi calle blanca y hasta he agradecido, después de
despotricar en cada resbalón, vivir esta Filomena tan histórica en primera
persona. Al fin y al cabo, he sentido una primera vez.
A este enero tan anómalo de un nuevo año que acaba de
empezar invadido por tantas esperanzas, como el Capitolio por talibanes de
Trump, yo quería ponerle la guinda y me acabo de comer un coco helado de los
que compré para los días de Navidad y nunca llegué a abrir porque en mi casa
somos más de pirriaque, que de postres. Hacía tanto tiempo que no saboreaba un
coco de esos eternos en todas las memorias culinarias de las familias
españolas, que lo he sentido como el primero de mi existencia. Como un manjar.
Como si no fuera un viejo olvidado en el congelador.
Ahora que se me ha pasado la excitación de las primeras
veces, me duermo con tres conclusiones: no sueño una casa en Baqueira, el coco
no pasa de moda y las primeras veces están hasta el final, por eso la vida es lo
que tú quieras, menos aburrida.
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