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jueves, 31 de enero de 2019

El reflejo del autobús.

Noche fría en el exterior. Calefacción alta de todo el día en el interior. 
Ahora voy en el autobús y no puedo retirar mis ojos de ti. Estás tan guapo en ese reflejo sin darte cuenta… No te estás viendo, pero sin apreciarlo nos vemos y nos ven.




En un simple cristal se refugian historias olvidadas porque un viaje da para muchos pensamientos. Yo me miro todos los días y no en todos me encuentro. En algunos llevo ojeras de insomnio, restos de pintalabios en los dientes, pelos alborotados y me engaño con un “así vas bien”. En otros sin embargo, llevo orden y tan poca urgencia, que hasta tengo cara de selfie y me engaño con un “no saques el móvil, por favor“. (Ya podría guardar en favoritos  la “buena cara” para los días de vacas flacas, pero no).

En el cristal del autobús veo primeras veces: nervios, alegrías, pausas, esperas, mangas cortas y largas, entrevistas, inercia, buenas y malas noticias, ilusiones, lágrimas de incógnito bajo las gafas de sol, conversaciones por teléfono, planes cancelados en el último minuto, veces de tener miedo por llegar al destino y otras veces contrarias de un querer prolongar el trayecto tanto como mi canción favorita, tanto como un “ni contigo ni sin ti”. En resumen: más que presente, me viene pasado. Memoria entre cristales que se pasa lista a sí misma.

Izquierda, derecha, pitada, frenazo…

¿Por qué el hecho de repetir las mismas acciones a diario nos lleva a olvidar el valor de éstas?  Le eliminamos la ilusión con el paso del tiempo, como un mueble viejo pierde su capa de barniz. Y somos afortunados: aún podemos pagar un billete y elegir un abanico de destinos.
¿En qué momento se deja de observar el mundo a través de los ojos de niño? ¿Cuándo dejamos de sorprendernos? Yo procedo de pueblo y allí no había autobuses urbanos. Recuerdo que de pequeña pensaba que era una fiesta agarrarme a sus barras y continuar todo el trayecto de pie, manteniendo el equilibrio cual Chita con Tarzán. Si alguien me observaba de pasada desde el exterior, hasta saludaba. Era tan divertido… Y la compañía que llevaba era tan noble e incondicional que aunque no mereciera la pena pagar dos billetes, mi Tarzán sacaba su cartera  solo por verle el brillo en los ojos a su Chita de provincia.

¡Cuántos recuerdos me vienen la mente! Y tú mientras tanto tan ajeno, regalando belleza…

También he llegado a la conclusión de que perder el bus duele como cualquier traición a la cara. Cogerlo a tiempo para muchas mentes es un remanso de paz, para otras más guerrilleras es un combate en conseguir asiento y dejar en remotos casos en evidencia las malas educaciones. Para la gran mayoría es la mezcla de necesidad y prisa. Hay tanta diversidad mental en una sola especie que asusta.
No sé muy bien por qué escribo sobre el autobús. Soy más de metro. Pero ahora que te veo en mi reflejo tan guapo mientras avanzamos entre el tráfico de la capital, he pensado en la poca atención que prestamos a las maravillas que regala la inercia y en la cantidad de palabras que caben en un reflejo, por ejemplo: en el reflejo del autobús, donde sin apreciarlo nos vemos y nos ven. 

Besos en la frente.

Ana






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