La parte
que menos me gusta de cumplir años es la rapidez con la que éstos pasan sumando
días en el calendario sin hacer ruido. Como todo yin tiene su yang, mi parte
favorita de sumar vueltas al sol es la ola (pequeña o grande) de demostraciones
afectuosas e imprevisibles de los que siempre te esperan, quieren y
acompañan.
Aún me
quedan varias semanas para acostumbrarme a la nueva cifra que me marcará el
DNI, pero una de mis mejores amigas me ha hecho ya un regalo. Es un libro de
cómic: “La vida y muerte de Federico García Lorca” de Ian Gibson e ilustrado
por Quique Palomo.
Reconozco
que este libro lo ojeé hace unas semanas y lo catalogué como “próxima compra
futura” sin decírselo a nadie y sin publicarlo en redes sociales. Con total
secretismo. Pero como las muestras de
cariño de los que esperan, quieren y acompañan ya he dicho antes que son
imprevisibles, pues mi amiga que tan bien me conoce, me sorprendió. (Y a ella
le sorprendió que lo devorara en un par de horas). No pude evitarlo. Me hago
mayor y mi intensidad por lo que me apasiona se multiplica tanto como las
canas, tanto como la ignorancia a lo que no me aporta. A Federico nunca pude,
ni puedo evitarlo. Yo ya lo admiraba desde hace años, pero cuando empecé a vivir sola en Madrid me acerqué aún más a su
obra. Dicen por ahí que cuando nos alejamos de nuestras raíces es cuando
realmente las conocemos de verdad. A mí me ayudó a conocerlas Federico. Él fue
manantial permanente de creatividad contrarreloj y el mejor juglar que ha
tenido la cultura popular de este país.
En este
libro, tanto Ian Gibson (su biógrafo) como Quique Palomo con sus dibujos ofrecen a la
perfección un análisis perfectamente creado de la vida, obra y muerte del
dramaturgo español por excelencia. En estas líneas he sentido que conocía con
más profundidad la vocación docente de Vicenta Lorca, su madre, tan atenta siempre a
la educación de Federico y al analfabetismo de los campesinos de Fuente
Vaqueros. También parecía que resonaba en mi cabeza las notas del primer piano
que tocó Federico gracias a su profesor Antonio Segura o incluso me dio la sensación
de ser una más en esas tertulias críticas de un grupo de jóvenes artistas e
intelectuales apodado “El rinconcillo” en el Café Alameda de Granada. También
sentí impotencia con “El maleficio de la mariposa”, su primer estreno teatral en la sala Eslava madrileña en 1920 y
a su vez su primer fracaso. Ni el público, ni la crítica lo entendieron.
También me divertí en el momento en el que Federico aprendió a tocar la guitarra gracias a unos gitanos que
le inculcaron la expresión esencial del cante jondo y que años más tarde derivó en uno de mis
libros de poemas favoritos: “El romancero gitano”.
Podría
contar muchas cosas que tantos saben: su estancia en Argentina, Nueva York,
Cuba, Vermont, su depresión, sus amores,
la obsesión de sus padres por su economía, su paz en Cadaqués, su “Libro de Poemas”, “La zapatera prodigiosa”, “El
público”, “Bodas de sangre”, “Mariana Pineda”, “Yerma”, la interpretación de
Lola Membrives y de Margarita Xirgu…
Al cerrar
las páginas del regalo de mi amiga, me invadió en el cuerpo una terrible
tristeza y no porque me sorprendiera el final. La vida y asesinato del poeta ya la
he leído en muchas ocasiones. Mi tristeza repentina apareció porque intenté
buscar las siete diferencias entre los
años que vivió Federico y nuestro
presente. Me costó encontrar una sola y de ahí la pena. Porque mi héroe de
brillante tinta está en una cuneta a diferencia de sus matones, que continúan
enterrados como reyes, amparados por la típica ignorancia atrevida de su panda
de patriotas. Si Federico levantara la cabeza y mirara a su Andalucía girando
sobre un eje podrido, llenándole sobres
que repiten una historia difícil de olvidar, asfixiando el libre pensamiento y
la cultura, quitando tantas migajas de pan, como derechos. Tan bella, tan
alegre, tan rota, tan llena de paisanos ilustres fuera de sus fronteras,
envasada a un vacío con cargos de pocos condimentos, tan cansada de no ser
políticamente correcta, manteniendo el tipo ante los estereotipos y los cuentos
de criadas con su verde esperanza. “Verde,
que te quiero verde”, que tantos y tantas recitaron y cantaron.
Voy a parar
porque me hierve la sangre con esos y esas que taponan la libertad y porque la censura sigue acompañando a los tiempos
verbales en presente con emoticonos. En un presente que, por cierto,
conmemora los cien años de la llegada de Lorca a Madrid, a la
Residencia de Estudiantes. La mano esencial que le tendió Fernando de los Ríos (diputado
socialista por Granada y ministro de la segunda República) para que formara
parte de dicho lugar, hizo que compartiera mesa con
Luis Buñuel, José Bello, Salvador Dalí, entre otros. Todos jóvenes soñadores en aquella
época y con muchos pasos por dar.
Este año Madrid mantiene vivo al poeta andaluz, cuya vida fue corta, pero intensa.
Como todo yin tiene
su yan, a Federico no le dejaron cumplir muchos años, pero el cariño de los que
lo esperaron, lo quisieron y lo
acompañaron multiplicó sus vivencias, sus éxitos y sus fracasos. Con su obra le
contó su aprendizaje al mundo entero que se dejó contar. Una obra universal por
la que seguirán pasando nuevos y veteranos amantes, detractores, oportunistas,
opresores, pero por la que afortunadamente nunca pasan ni pasarán cumpleaños.
“Y mi
sangre sobre el campo
sea rosado y dulce limo
donde claven
sus azadas
los cansados
campesinos”.
Tú formas
parte de mi historia y mi aprendizaje, Federico. Tenía que dedicarte estas
líneas para compensarte. Enlorquecida sin remedio y sin querer tenerlo.
Besos en la frente.
Ana
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