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viernes, 8 de febrero de 2019

A Federico.


La parte que menos me gusta de cumplir años es la rapidez con la que éstos pasan sumando días en el calendario sin hacer ruido. Como todo yin tiene su yang, mi parte favorita de sumar vueltas al sol es la ola (pequeña o grande) de demostraciones afectuosas e imprevisibles de los que siempre te esperan, quieren y acompañan. 
Aún me quedan varias semanas para acostumbrarme a la nueva cifra que me marcará el DNI, pero una de mis mejores amigas me ha hecho ya un regalo. Es un libro de cómic: “La vida y muerte de Federico García Lorca” de Ian Gibson e ilustrado por Quique Palomo. 



Reconozco que este libro lo ojeé hace unas semanas y lo catalogué como “próxima compra futura” sin decírselo a nadie y sin publicarlo en redes sociales. Con total secretismo. Pero como las muestras de cariño de los que esperan, quieren y acompañan ya he dicho antes que son imprevisibles, pues mi amiga que tan bien me conoce, me sorprendió. (Y a ella le sorprendió que lo devorara en un par de horas). No pude evitarlo. Me hago mayor y mi intensidad por lo que me apasiona se multiplica tanto como las canas, tanto como la ignorancia a lo que no me aporta. A Federico nunca pude, ni puedo evitarlo. Yo ya lo admiraba desde hace años, pero cuando empecé a  vivir sola en Madrid me acerqué aún más a su obra. Dicen por ahí que cuando nos alejamos de nuestras raíces es cuando realmente las conocemos de verdad. A mí me ayudó a conocerlas Federico. Él fue manantial permanente de creatividad contrarreloj y el mejor juglar que ha tenido la cultura popular de este país.



En este libro, tanto Ian Gibson (su biógrafo) como Quique Palomo con sus dibujos ofrecen a la perfección un análisis perfectamente creado de la vida, obra y muerte del dramaturgo español por excelencia. En estas líneas he sentido que conocía con más profundidad la vocación docente de  Vicenta Lorca, su madre, tan atenta siempre a la educación de Federico y al analfabetismo de los campesinos de Fuente Vaqueros. También parecía que resonaba en mi cabeza las notas del primer piano que tocó Federico gracias a su profesor Antonio Segura o incluso me dio la sensación de ser una más en esas tertulias críticas de un grupo de jóvenes artistas e intelectuales apodado “El rinconcillo” en el Café Alameda de Granada. También sentí impotencia con “El maleficio de la mariposa”, su primer estreno teatral en la sala Eslava madrileña en 1920 y a su vez su primer fracaso. Ni el público, ni la crítica lo entendieron. También me divertí en el momento en el que Federico aprendió a tocar la guitarra gracias a unos gitanos que le inculcaron la expresión esencial del cante jondo y que años más tarde derivó en uno de mis libros de poemas favoritos: “El romancero gitano”.

Podría contar muchas cosas que tantos saben: su estancia en Argentina, Nueva York, Cuba, Vermont, su depresión, sus amores, la obsesión de sus padres por su economía, su paz en Cadaqués, su  “Libro de Poemas”, “La zapatera prodigiosa”, “El público”, “Bodas de sangre”, “Mariana Pineda”, “Yerma”, la interpretación de Lola Membrives y de Margarita Xirgu…



Al cerrar las páginas del regalo de mi amiga, me invadió en el cuerpo una terrible tristeza y no porque me sorprendiera el final. La vida y asesinato del poeta ya la he leído en muchas ocasiones. Mi tristeza repentina apareció porque intenté buscar las siete diferencias entre los años que vivió Federico y nuestro presente. Me costó encontrar una sola y de ahí la pena. Porque mi héroe de brillante tinta está en una cuneta a diferencia de sus matones, que continúan enterrados como reyes, amparados por la típica ignorancia atrevida de su panda de patriotas. Si Federico levantara la cabeza y mirara a su Andalucía girando sobre un eje podrido, llenándole sobres que repiten una historia difícil de olvidar, asfixiando el libre pensamiento y la cultura, quitando tantas migajas de pan, como derechos. Tan bella, tan alegre, tan rota, tan llena de paisanos ilustres fuera de sus fronteras, envasada a un vacío con cargos de pocos condimentos, tan cansada de no ser políticamente correcta, manteniendo el tipo ante los estereotipos y los cuentos de criadas con su verde esperanza. “Verde, que te quiero verde”, que tantos y tantas recitaron y cantaron.

Voy a parar porque me hierve la sangre con esos y esas que taponan la libertad y porque la censura sigue acompañando a los tiempos verbales en presente con emoticonos. En un presente que, por cierto, conmemora los cien años de la llegada de Lorca a Madrid, a la Residencia de Estudiantes. La mano esencial que le tendió Fernando de los Ríos (diputado socialista por Granada y ministro de la segunda República) para que formara parte de dicho lugar, hizo que compartiera mesa con Luis Buñuel, José Bello, Salvador Dalí, entre otros. Todos jóvenes soñadores en aquella época y con muchos pasos por dar. 
Este año Madrid mantiene vivo al poeta andaluz, cuya vida fue corta, pero intensa. 


Como todo yin tiene su yan, a Federico no le dejaron cumplir muchos años, pero el cariño de los que lo esperaron, lo quisieron y lo acompañaron multiplicó sus vivencias, sus éxitos y sus fracasos. Con su obra le contó su aprendizaje al mundo entero que se dejó contar. Una obra universal por la que seguirán pasando nuevos y veteranos amantes, detractores, oportunistas, opresores, pero por la que afortunadamente nunca pasan ni pasarán cumpleaños.

“Y mi sangre sobre el campo
sea  rosado y dulce limo
donde claven sus azadas
los cansados campesinos”.

Tú formas parte de mi historia y mi aprendizaje, Federico. Tenía que dedicarte estas líneas para compensarte. Enlorquecida sin remedio y sin querer tenerlo. 


Besos en la frente.

Ana

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