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domingo, 29 de noviembre de 2020

Las mudanzas agotan.

El porcentaje de muertes tras hacer una mudanza es nulo. Sin embargo, ¿quién no ha creído alguna vez no sobrevivir a la suya? Las mudanzas agotan. Yo misma acabé una tarde en Urgencias porque no conseguía tirar de mi cuerpo. “Te ha dado una pájara de cansancio por estrés. Descansa”, me dijo un médico. Yo pensaba que las pájaras solo las sufrían los ciclistas o los que se divierten con el porrito y el estómago vacío. Y resulta que no. También dan cuando no cesa el ritmo de mover cajas. La vida nunca dejará de sorprenderme. Las mudanzas, tampoco.

Soy de memoria y visión corta, más o menos como un caballo atado a su coche. Por eso no encuentro los objetos que cambio de sitio. Esto hace que me lleve muchas alegrías en las mudanzas, porque resucitan del limbo las cosas perdidas. Y pego gritos como aquellos piratas de los cuentos cuando dan con el tesoro: “¡Ay, mi camisa blanca! ¡Ay, el pase de prensa de aquel día! ¡Ay, el dibujo que me hizo el fulanito! ¡Ay, el cinturón negro que me trajeron los Reyes y que me compré otro porque estaba en paradero desconocido! ¡Ay…! Nunca he sabido lo que he tenido hasta que no me he mudado.

Cuando por fin me instalo en el nuevo hogar, suena un canto de ángeles que rápidamente se interrumpe por la prisa en limpiar y ordenar. Porque, ¿quién no ha soñado con ser Matilda para colocarlo todo con la mente? De niña, me obsesionó tanto esa película, que durante un tiempo fui por la vida creyéndome ella. La secuencia en la que mira fijamente el jarrón lleno de agua, yo la recreé en mi casa, pero mantuve el secreto para no acabar desheredada por loca. Nunca obré tal proeza. Mi espalda de ochenta y cuatro años muestra las consecuencias de mis esfuerzos.

Cada vez que nos mudamos es por cambiar nuestra vida a mejor. La vida es cambio y el cambio es vida. Aunque creamos que todas las mudanzas son por elección propia, no es así. Las hay forzadas. Yo tengo unos vecinos escandalosos que en sus currículums ponen que estudian, pero realmente se dedican a montar fiestas. Y debaten muchísimo. El otro día a las tres de la mañana jugaban a las cartas y se contradecían con el último tema de Rosalía. No llegaban a la conclusión si ese era más bueno que los anteriores. Como la policía pasa de interrumpir sus movidas, pego golpes en la pared que me hacen sentir vieja viejísima. Un día lo paso, pero al que hace cinco hasta al mismo san Francisco de Asís le despiertan instintos asesinos.

Mis vecinos me han dado dolores de cabeza desde que estamos en pandemia, pero desde ayer me dan pena. Cuando vi sus bártulos en el descansillo y en el portal supe que se mudaban. No pude alegrarme porque me subió un escalofrío por la aorta. No son malos chicos, solo estrenan el ruido propio de los dieciocho años. No tenían pinta de querer marcharse. Lo mismo no podían seguir pagando el alquiler y vuelven a sus orígenes con sus familias… Yo ya he despedido a varios amigos por esta causa. Y me entristecí. Sentí miedo como en esas películas en las que el asesino persigue al protagonista con el cuchillo levantado. Porque sé que las mudanzas agotan, pero las de volver al nido por imposición de las circunstancias son escalofriantes.




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