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domingo, 6 de diciembre de 2020

Un recordatorio.

En medio de las prisas rutinarias en las que todo vale y en las que solo importa llegar a tiempo, encuentro paz al mirar el móvil y ver llamadas perdidas de los más mayores de mi familia. Una pantalla en la que se leen los nombres de octogenarios o nonagenarios que se preocupan por mí. Ellos nunca quieren molestar, ni interrumpir la agenda. Creo que me conocen por lo que les cuento, pero realmente lo hacen por lo que callo y con la imaginación dan forma al fondo. Vienen de vuelta. Cuando yo voy a por chicles, ellos vienen haciendo pompas. Da igual el día o el momento. A mí se me ilumina la cara si veo sus nombres. Me los imagino en una espera paciente hasta que les devuelvo la llamada. Y siempre lo hago, porque ninguna escuela me enseñó más que sus voces.

-Tita / abuela / tito…

-¡Ay, mi niña!

Así empiezan nuestras conversaciones. Me regalan un cariño tan limpio que nunca es moneda de cambio. Desde sus sillones frente a la televisión, dan sin esperar nada. Preguntan por todo. Se interesan hasta por lo que voy a comer. Si me he comprado ropa, si duermo bien, si me pagan como merezco, si paso frío o calor, si estoy más delgada e igual de guapa que siempre, si me protejo de los bandidos, si tengo algún ligue, si voy al cine, si llueve, si tengo cuidado, si… Y prosiguen cantando en voz al alta la tabla de sus achaques. Entre pastilla y pastilla que toman, siempre pillo un resquicio de silencio en el que les cambio la conversación y acabamos riéndonos hasta las tripas.

Desde muy niña me he sentado con los más mayores. Quizás por la tontería de querer ser mayor. Quizás por el amor que les profeso o quizás por enterarme de los pasados que no vi con mis ojos. La sabiduría no ocupa lugar y para debatir o criticar es necesaria si no queremos que las respuestas resulten vacías. Con ellos rebobino las cintas de la niñez en el campo, la juventud en aquellos cines de verano y la pronta madurez de un casamiento en el que se multiplicaban los hijos. También, sus primeros trabajos manuales en la fábrica de aceitunas o el pulso de cirujana de mi tía cogiendo puntos de media, (ambos oficios impensables hoy en día). Repasamos los lutos forzados, las sábanas blancas lavadas a mano, los bares de entonces, las calles de siempre carentes de luz eléctrica, los noviazgos en los que un suegro conocía al yerno el mismo día de la boda, las ropas zurcidas y heredadas de mano en mano, los escasos alimentos que se llevaban a la boca, los trucos de maquillaje y peinados, los hermanos que emigraron a Barcelona y aquel que mataron en la guerra por cantaor.

A través de sus miradas adivino el cambio al que se han sometido para llegar a hoy. Ellos disfrutan resumiendo las antologías de los pasos que dieron, mientras yo soy feliz escuchando las batallas que salen de sus memorias frescas y resistentes al paso inexorable de los años.

Todas las distancias son tozudas y crueles, pero gracias al milagro que suena y llevamos en el bolsillo, amago la tristeza esa de no saber cuándo volveré a abrazarlos.

Ojalá sigan siendo por muchos años los primeros que me felicitan por mi cumpleaños.

Esto no es más que un simple recordatorio para ti, que andas tan ocupado.




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