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martes, 10 de noviembre de 2020

Un señor.

Ayer vi a un señor en la iglesia. Yo no voy misa, pero las iglesias me cautivan tanto como los cementerios. Tienen algo especial. Misterio, silencio… Son lugares de paz y la paz es un factor relevante en el ser humano. Ya lo sabíamos antes de llegar a esta situación, solo que ahora nos hemos dado cuenta de que a la luz nos salieron las carencias para mantenerla. No por nosotros en sí, que también, sino por el sistema social y organizado tan bien montado que nos hace perderla. Y podemos extraviar las llaves, los mecheros, los bolígrafos… pero no la paz mental. Recuperarla es una labor tediosa.

Durante el pasado confinamiento, amigos y conocidos me decían que se aburrían en sus casas. Desde luego que en los huertos no nos cultivamos las resiliencias. Y yo alucinaba. Nunca me aburrí. Tenía libros y películas. Me monté la trinchera. Una realidad paralela al mundo. Eso me salvó y me sentí igual que un perro verde.

Recuerdo, no hace tanto tiempo, una tarde en la que yo estaba muy agobiada. Muy, pero de muy mucho. Ni podía hablar y para yo no poder hacerlo… Los planes se me torcieron. No quería dar explicaciones a nadie. Me saturaba el móvil. En fin, lo que se entiende por no aguantarse ni uno mismo en el propio cuerpo. Yo estaba en la calle como Jesús subiendo al Calvario. Empezó a llover y justo enfrente había una iglesia. Estaba abierta, así que entré. No había nadie. Vacía como la tumba de Lázaro. La misa había terminado. Los techos eran una preciosidad. Me senté en un banco casual y empecé en silencio a lamentarme de mi mala suerte. En bucle. Tu tu tu tu… Al levantar la vista, a mi izquierda vi una imagen de san Antonio de Padua inmensa con su niño en los brazos. La miré y empecé a contarle mis movidas. No sé muy bien porqué, pero me desahogué. El pobre me miraba con la risa congelada. Hubiera salido corriendo, si hubiera podido. Seguro. Después de casi una hora, un cura a lo lejos me dijo que en cinco minutos echaría el cerrojo. Vamos, que me fuera. Me levanté, me despedí de san Antonio y salí de la iglesia como si me hubieran quitado veinte kilos de encima. Me renovó el soliloquio.

A la semana siguiente, volví a pasar por delante y la iglesia también estaba abierta. Mi cabeza pensó: “ve a saludar a san Antonio”. Entré, pero ni me senté. Le conté cuatros cosas más y marché.

En tal guisa, pasaron las semanas y continué visitando a mi amigo. Ya era mi amigo. Su mirada me transmitía mucha paz y el niño gordito que portaba en sus brazos, más. Tenían cara de buenas personas. Y claro, por algo son santos. San Antonio concretamente de las causas perdidas, así que comprendo la bondad de sus ojos ahora perfectamente.

Este artículo no es en referencia a la fe, ni a la religión. Podría adentrarme en un debate de libro, pero no. Mi infancia transcurrió en un colegio de monjas que me ha hecho ser lo que soy. Punto y final. Las vivencias a todos nos llevan al presente y mi raíz está en Sevilla. Yo paso a darle las gracias al Gran Poder cada vez que me encuentro allí y a la virgen de la Piedad cuando voy a mi pueblo. El amor a las imágenes es tradición y la tradición va unida al amor. Yo eché los dientes en ese amor. En las caras de las imágenes me circulan todas las vivencias pasadas que guardo en mi mente con recelo. Por esto también se nos tacha mucho a los andaluces fuera de nuestras fronteras. Este comportamiento se entiende como una gráfica innegable de la alabanza al becerro de oro que bien escrita está en la Biblia. Yo no comulgo con una institución, pero sí lo hago con mis raíces. Pero no nos entienden. Nos ponen en duda ante nuestra exageración e incluso causamos risa o burla. Repito: no nos entienden. Yo pensaba que no era tan difícil hacerlo, hasta ayer, que ni yo me entendí visitando a mi amigo san Antonio, huyendo descabelladamente de los horarios de misa y de las hostias consagradas para sentirme en paz.

Ayer vi a un señor en la iglesia. Justo cuando yo salía, él se posicionaba delante de la imagen del santo de Padua. Y mientras me lavaba las manos con el gel hidroalcohólico, lo miraba y pensaba: él tampoco viene a misa, pero le cuenta su vida. Otro hombre tan complejo como yo. Otra causa perdida.

Y salí pacífica y sonriente al mundo, hasta que Dios quiera o san Antonio me escuche. Amén.



 

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