Los vivos trabajamos con fantasía para recordar a los muertos. Fantasía de amor engrandecido o de odio desmesurado. Pero, al fin y al cabo, fantasía. Fantasía para hacerles partícipe de un presente que ya no tienen. Para que sientan qué y cómo nos sentimos. Qué nos ha pasado. Que lo vean. Y hasta les pedimos opinión. Les preguntamos. “¿Lo hice bien?, ¿tú qué hubieras hecho si no estuvieras muerto?”. Y nos imaginamos la respuesta con fantasía de amor o de odio. Porque a los vivos nos encantan los extremos, los bandos, el sí o el no. Los grises y las medias tintas casi nunca nos sirven. Y si nos sirven, los tiramos a la basura como a un medio limón seco en el frigorífico.
A nadie se elogia más que a un muerto. Bien por compromiso,
admiración o arrepentimiento. Se ve esto muy nítido en el terreno de los
genios. Podría hablar de la incomodidad que producen los genios vivos en este
país y lo que gustan los genios muertos, pero ese es un melón que no voy a
abrir ahora.
Yo he venido a hablar de la fantasía que utilizan los vivos
para recordar a los muertos. Y esta fantasía, a veces, deja unas anécdotas
populares dignas de ser contadas. Aquí adjunto una tan verídica como un chiste
de Paco Gandía. Lugar: Sevilla. Testigo: la madre que me parió. Protagonista: una
mujer que llena con consumismos varios el vacío que le acaba de dejar su señora
progenitora. (Acto extendidísimo en nuestra especie el llenar cualquier
carencia con múltiples baratijas). Y como los jefes empresarios lo saben, a mi
madre los suyos le llenaron la tienda con modelos nuevos de vestidos. La
protagonista, que podría ser cualquiera, picó el anzuelo del empresario y le
dio a mi madre motivos para ganarse el sueldo. Vamos, que entró en la tienda a
mirar vestidos y se llevó dos. Cuando esta mujer, que podría ser cualquiera,
pasaba la tarjeta por el datáfono, mi madre correcta y empática, con rasgos de
psicóloga por la universidad de la calle, le preguntó a la protagonista por los
achaques de la suya. “Mi madre murió”, dijo. Y la mía, sorprendida, puso gesto
comprensivo al lamentar la pérdida. Pero la sorpresa vino segundos más tarde:
“De hecho, aquí la llevo”, volvió a decir. Y abrió la bolsa de plástico. Los
ojos de mi madre fueron como dos bocas de volcán. Por grandes, digo. Allí
estaba la urna diminuta con el ya polvo de la difunta. Una urna que iba de
compras con su hija y una hija que no contemplaba ninguna rareza en cargar con
ella porque probablemente su madre le habría acompañado en multitud de
ocasiones a elegir vestidos.
Como bien decía, yo he venido a hablar de la fantasía que
utilizan los vivos para recordar a los muertos. Para juicios están jueces y
fiscales. E incluso los curas de la Iglesia. Esa protagonista no es más que una
ciudadana del mundo que le pide opinión al fantasma de su pérdida. Y le
pregunta por vestidos en medio de un transcurrir callejero que supera con
creces a cualquier ficción. Así somos los vivos. En mayor o menor grado.
Fantásticos para recordar a nuestros muertos.